“La libertad de uno acaba donde empieza la del otro”. La manida frase nos introduce en el ancho mundo de la libertad, cavernoso espacio donde todos nos sentimos henchidos de poder y a la vez, como Eros, hijo de Poros y Penia, escasos ante tanta abundancia.
La reunión del lunes de la Escuela de padres, madres y acompañantes ha servido para darnos cuenta de lo difícil que es llegar a un quórum de lo que significan y comportan los límites que ponemos a nuestros hijos y a nuestras hijas, o en el caso de los acompañantes, a nuestros acompañados, si se permite la expresión. La conversación giró en torno a la subjetividad con la que aparecen los límites en las familias, unas dejan jugar a su hijos con “la porcelana”, si se rompe la arreglan y aprenden juntos nociones de arqueología; otras, en cambio, no le dejan, pero le proveen de un espacio para que juegue con otros objetos. Ambas formas son aceptadas por el grupo; entonces, ¿hay un manual para construir límites comunes a distintas realidades? No lo hay, los límites están inmersos en los ambientes, en la realidad de cada familia, de cada escuela, de cada comunidad… Las niñas y los niños, además, lo entienden muy bien: saben que en casa de mamá y papá pueden hacer unas cosas, en casa de los abuelos otras, y en casa de los tios casi nada.
Una madre hablaba de las membranas, –cada persona tenemos una–, que son todas aquellas experiencias y aprendizajes, que unidos a un bagaje biológico concreto, forman nuestro ser y nos permiten relacionarnos con lo que nos rodea de una manera diferenciada; los límites, por tanto, dependen de “hasta dónde” llegue nuestra membrana. Quizá alguien permita a otras personas que se burlen de un lapsus linguae, como cuando se dice: “estoy hecho un obelisco”, y la carcajada es mayúscula; sin embargo otras se sientan traicionadas y, asertivamente, ponen el límite: “no me gusta que os riáis de eso”.
La relación de desigualdad con la niña o el niño nos brinda una “necesidad” de compensación que muchas veces se traduce en incomprensión e incertidumbre, no sabemos si lo estamos haciendo “bien” o deberíamos “poner más límites”. La niña o el niño nos medirá con su comportamiento para ver hasta donde llega nuestra membrana: la medida quizá no le salga igual que en otras ocasiones –se trata de otro momento, otro lugar–; seguirá tomando medidas y, como en el proceso cognitivo, ira integrando una realidad cambiante.
Al final, de lo que nos preocupamos son de sus necesidades, que van íntimamente ligadas a los límites; impedir al niño que corra o que salte va contra toda lógica, pero momentáneamente quizá sea necesario: la ciudad es peligrosa, al vecino de abajo no le gustan “los ruidos”… Entonces, tenemos que buscar un lugar y un tiempo adecuado donde puedan expresarse los niños; algunos soñamos con la vida en el campo…
Rousseau clasificó las etapas del desarrollo con preciosos vocablos: edad de necesidad, edad de naturaleza, edad de fuerza, edad de las pasiones y la razón… La primera y la segunda (hasta los 12 años) claramente nos remiten a la cualidad primigenia de los niños de ser “salvajes”, pero salvajes en el sentido de libres, de instintivos; la confianza que tenemos en esas edades en su guía interna es grande, “la naturaleza es sabia”, “la naturaleza se abre camino”, hay tanta sabiduría popular que ignoramos… Pero, ya antes, y ahora no digamos, se impone el hombre cultural; las nuevas tecnologías invaden nuestras casas, y no podemos ignorarlo también; nos adaptamos a nuestra circunstancia, somos seres operativos, actuamos en el mundo y para el mundo: nuevos límites aparecen en escena. ¿Cuántas horas deberían ver la tele nuestros hijos? ¿La necesidad de imágenes hasta donde llega? ¿Escribir dactilarmente o con “la tecla”? Tantas preguntas, que sólo el sentido común, tan escurridizo a veces, nos puede ayudar…
Finalmente no hubo un gran acuerdo, ni una emoción concentrada por haber llegado a una dulce duda que, como el sabio que buscaba preguntas, nos abre las puertas de la verdad; tampoco hubo agradecimientos por las preocupaciones que habíamos hecho comunes, pero sí mucho respeto y valoración por todas las opiniones. Hubo té y propuestas de continuidad. Pero lo mejor, una bella imagen pintada por un padre en el aire que compartíamos: un gran bosque, espeso, tupido, que casi no dejaba ver la luz del sol, se abría gracias al camino que nosotros hacíamos para nuestros hijos; había caminos anchos, que permitían un mayor movimiento y disfrute de la naturaleza, caminos estrechos, que permitían concentrarse en la caminata y las sensaciones, y caminos muy estrechitos que casi no permitían ver el bosque por la preocupación de salirse del mismo…
Gracias por participar en este camino que, en definitiva, estamos construyendo entre todos.
Papás, mamás y acompañantes de Freetime.